Allí estaba, dejada en una casita por la primera de lo que serían muchas noches en la ciudad grande de San José, Costa Rica. Me senté en la mesa con mi madre anfitriona, cuyo inglés era inexistente, para hablarle en español. Una vez que pasamos de charlar de lo básico como “My name is Emily” (“Me llamo Emily”) y “I am 19 years old” (Tengo diecinueve años), y tuve que reunir todo el Español que había aprendido en el colegio para poder comunicarme, empezó a aclararse mi situación. Iba a ser un largo mes retador, de inmersión completa en la cultura española.
Mi madre anfitriona costarricense me ofreció una taza de café. No bebía mucho café, pero sí sabía que se dice que el café costarricense es el mejor del mundo. Acepté sin hesitación, porque quería probar este café tan rico. Después de que ella puso la taza en la mesa, miré los otros contenedores en la mesa. Vertí un poco de leche en mi taza, y recordé que debía también poner un poco de azúcar. ¿Por qué no? Había dos contenedores delante de mí, cada uno lleno con lo que parecía ser azúcar. Escogí uno de los contenedores y de mala gana puse una cucharada de su polvo en mi taza.
Al probar el café, supe que hubo un problema. Recuerdo pensar que o el café es totalmente diferente de los Estados Unidos, o mis papilas gustativas no funcionaban como debían y necesitaba ver el médico. Decidí no prestar atención al gusto amargo y seguía hablando con mi madre anfitriona, bebiendo a sorbitos mientras mi mamá anfitriona corregía mis conjugaciones de verbos. Cuando terminamos la conversación, mi madre anfitriona notó mi taza casi llena. Estoy bastante segura que ella me pidió si me gustaba el café. Recordé que durante los varios meses de reuniones con mi grupo de estudios extranjeros, nos habían dicho que a los latinoamericanos no les gustaba desperdiciar la comida u otros recursos. No quería ofenderla, y quise explicarle que el café me parecía diferente de lo que tenía la costumbre de beber. Hice un gesto en la dirección del contenedor de que me había servido para ayudarla a comprender mi punto y en este momento mi madre anfitriona comenzó a reírse a carcajadas.
Su reacción me confundió, y en este mismo momento noté que había algo escrito en los contenedores. Uno decía “Azúcar”, mientras el otro, el que yo había escogido, decía “Sal”. Inmediatamente me di cuenta de mi error. ¡Había puesto sal en mi primera taza de café de Costa Rica! Not good!
Después de este momento chistoso y vergonzoso, me sentí más cómoda con mi mamá anfitriona y más cómoda con hacer errores en español. Después de todo, mi meta en Costa Rica era aprender, y dejar que me corrijan los nativos además que experimentar vivir en otra cultura. Este día, aprendí algo muy importante sobre el orgullo.
Aprender es difícil. Cuando quieres verdaderamente aprender, haces errores en el proceso de aprender. Y es la parte que ayude más. Cuando aprendes una lengua nueva o vives en una cultura extranjera, ¡no tengas miedo de hacer errores! Tus errores son en realidad la parte beneficiosa del proceso de aprender.
Así, no te avergüences cuando haces errores durante tu estancia al extranjero. ¡Abraza la verdad que tú no sabes todo! Si tú lo permites, tu experiencia al extranjero te va a enseñar muchísimo –al nivel académico, cultural, emocional, y mucho más.
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¿Tienes un cuento chistoso o vergonzoso sobre tu experiencia en el extranjero o tu experiencia con aprender un idioma extranjero? ¡Déjanos un comentario aquí abajo!
Artículo originalmente escrito en Inglés por Emily Maulding.
[accordion_tab title=»Correspondiente Graduada de Traducción: Holly Silvestri» default]
Dr. Holly
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